sábado, 1 de septiembre de 2018

Lazos amarillos y libertad de expresión

Leo de la pluma de Josep Ramoneda --no un indigente intelectual, sino una persona pensante, con cuyas ideas puedo discrepar, pero serena y reflexiva-- un ataque a los quitalazos, las personas que a título individual o en grupos organizados se dedican a cortar y tirar las cintas de plástico amarillo que el separatismo cuelga rutinariamente de verjas, barandas, árboles y demás infraestructura pública. Así se expresa el articulista de El País:

Està en joc la llibertat d'expressió. La crítica i el qüestionament de les institucions i de les decisions que prenen és un dret essencial en democràcia, com ho és la natural iconoclàstia contra símbols i representacions de l'Estat. Una societat que no és capaç de generar la seva pròpia negativitat està anestesiada. Expressar mitjançant un símbol —els llaços grocs— la indignació que amplis sectors de la societat catalana senten contra la situació dels presos sobiranistes pot ser cursi, però és un exercici perfectament legítim de llibertat d'expressió. 

Y sigue:

Qualsevol que estigui disconforme pot muntar totes les campanyes i mobilitzacions que cregui necessàries per combatre-la. Però no destruir els signes amb què s'expressa l'adversari. Arrencar la paraula de l'altre és una agressió.

Hay dos aspectos a considerar aquí. Uno es si los límites de la libertad de expresión, que todos aceptamos que existen, no incluyen el abstenerse de usar objetos y elementos que son de propiedad de todos para expresar unas ideas que sólo representan a algunos. Yo puedo comprar espacios en vallas para poner la propaganda que prefiera, o utilizar el frente de mi casa para colgarla de allí. Nadie legitimaría que se quiten los lazos que la gente pone en su balcón. Pero otra cosa es que se coloquen tales lazos sobre, digamos, un busto en una rotonda. Después de todo, esa rotonda fue construida con el dinero del conjunto de la población: ¿por qué debe ver una parte de esa población símbolos con los que no está de acuerdo?

La respuesta estándar a esto es que si a mí no me gustan los lazos amarillos, puedo ir y poner mis propios símbolos. Hay algo deshonesto en este argumento. Lo esgrimen solamente porque saben que a los opositores al separatismo no nos interesa ejercer ese supuesto derecho. No queremos que el espacio público se convierta en un aquelarre de símbolos, y además consideramos que los lazos conllevan un perjuicio estético y ecológico. Las distintas ordenanzas existentes, que prohíben deslucir el mobiliario urbano, apoyan nuestro punto de vista, que además está apuntalado por el sentido común: nadie puede decir que la muralla románica de Tarragona, por ejemplo, no queda horrible adornada con tiras de plástico, como se ha venido haciendo desde el separatismo en las últimas semanas.

Pero admitamos que la necesidad de expresarse políticamente fuera tan extrema que justificara invadir el espacio público. Aquí es donde entra en juego la segunda cuestión: quitar los lazos ¿viola o destruye de alguna manera esa libertad de expresión?

Veamos: existe la libertad de expresarse. No existe la libertad de que lo que uno expresó permanezca en el tiempo. Si yo soy un pintor, tengo la libertad de pintar un cuadro en que Jesucristo aparece practicándose una vaginoplastia. Tengo también la libertad de contratar una galería para exhibir el cuadro y venderlo. Ahora bien; supongamos que un católico creyente adquiere mi cuadro y lo quema en público. ¿Violó ese comprador mi libertad de expresión? ¡De ninguna manera! Antes al contrario, él está ejerciendo su libertad de expresión al destruir algo que le parece ofensivo dentro de los límites de la legalidad. Distinto sería si yo hubiera conservado el cuadro en mi casa y ese creyente ofendido me lo hubiera robado para incinerarlo. Allí sí estaría cometiendo un delito: pero no el de coartar la libertad de expresión (que yo ya ejercí pintando el cuadro y exhibiéndolo), sino el de daños a la propiedad ajena.

Volviendo a los lazos, la libertad de expresión de quienes los instalan (de poseer legítimamente derecho a ello, lo que, insistimos, no es una hipótesis universalmente aceptada) queda ejercida en el instante mismo de colocarlos. Pueden sacar fotos y subirlas a Instagram; nadie se lo va a impedir. Pero una vez que los abandonan voluntariamente en la vía pública, sus derechos sobre esos lazos expiran y entra en juego la libertad de quienes quieren expresarse cortándolos con cúters. Decir que eso viola la libertad de expresión de los separatistas es como decir que Empar Moliner quemando la Constitución en TV3 viola la libertad de expresión de Miquel Roca o Jordi Solé Tura.

CONCLUSIÓN: Los que colocan lazos creen ver un perjuicio causado por quienes van atrás y los retiran. Habría que rebuscar mucho en la legislación para fundamentarlo. Pero ese perjuicio, de existir, no es a la libertad de expresión de los separatistas. Esta última se vería coartada solamente si se les impidiera anudar los lazos, cosa que no se ha hecho (no al menos masivamente). Por el contrario, impedir a los disidentes que retiren los lazos sí es una violación de la libertad de expresión, ya que se están restringiendo sus posibilidades de manifestar su disidencia. Acusarlos a ellos de limitar las opciones de los demás es un claro caso de lo que en psicología se conoce como proyección: atribuir a otros las miserias propias.