sábado, 12 de enero de 2019

Referéndum: invirtiendo la carga de la prueba

La petición de principio es un recurso retórico consistente en dar por sentado, sin ofrecer una demostración, que una premisa es cierta, y a partir de ahí construir un razonamiento y extraer conclusiones. A veces, en un debate, ambas partes aceptan la validez de la premisa. En otros casos, en cambio, ella es aceptada por solamente una de las partes, y la falacia consiste en esconderla hábilmente en la argumentación para que la otra parte no se dé cuenta.

Los constitucionalistas nos enfrentamos frecuentemente con una de tales peticiones de principio astutamente disimuladas. Forma parte del argumento, inmediatamente familiar para cualquiera que haya seguido el debate sobre el independentismo catalán, de que España, si tan segura está de que el separatismo es minoría, no debería tener problema en convocar un referéndum y convencer así al sector secesionista.  Así se lo suele expresar:



Generalmente, la respuesta que se suele dar a este argumento es que en las elecciones autonómicas los partidos independentistas nunca obtuvieron una mayoría de votos; o que en un referéndum deberían votar todos los españoles, y no sólo los catalanes. Estos argumentos son sólidos, pero tienen el problema de situar la discusión en el terreno dialéctico que el separatismo quería. Ellos responden, en primer lugar, que entre los comunes hay muchos independentistas, que en un referéndum se unirían a la causa. A continuación agregan algo sobre Quebec o Escocia y con eso ya logran marear la perdiz y complicar el debate. No es este, a mi entender, el modo de responder a su argumento.

La respuesta idónea, y de la cual nunca nos deberíamos apartar, es señalar que los referéndums no deben convocarse para satisfacer el capricho de un grupo, por numeroso que este sea. Deben convocarse cuando hay una necesidad real de ellos, y en estos momentos no hay elementos que permitan afirmar con certeza que se necesita uno. Las experiencias de Quebec en 1980 y de Escocia en 2014 indican que los referéndums de independencia, lejos de resolver un problema, lo que hacen es sentar precedentes para que el grupo irredentista pida más referéndums. En el primer caso, los quebequeses organizaron una segunda consulta que estuvo a décimas de punto de quebrar Canadá, y solamente abandonaron su afán cuando la Ley de Claridad estableció que sería el Parlamento federal, y no la legislatura quebequesa, el que controlaría y arbitraría futuros referéndums definiendo las mayorías necesarias. En el segundo caso, la ministra principal escocesa Nicola Sturgeon volvió a la carga en 2018 reclamando una nueva votación bajo la excusa de que el Bréxit lo había cambiado todo, y ya hay pronósticos de que el Reino Unido se desintegrará en menos de diez años. Contrario sensu, no convocar un referéndum no parece tener consecuencias muy negativas en situaciones de empate social. Todo el alboroto de 2017-2018 no ha afectado mayormente a la economía española y ni siquiera a la catalana, que muestran, ambas, satisfactorios índices de crecimiento de empleo.

Pero si el referéndum no es necesario por consideraciones pragmáticas, ¿no lo será por motivos morales? ¿No se lo debería convocar para corregir una injusticia? Puede ser, pero primero se debería saber positivamente que esa injusticia existe. En las circunstancias actuales el apoyo a la idea de la independencia, rechazada por el Estado, no ha sido científicamente cuantificado. La petición de principio del independentismo es que una sociedad no puede convivir con esa duda, y que por lo tanto el deber del Estado es despejarla mediante una consulta a la población. Pero eso es invertir la carga de la prueba. Es el separatismo el que tendría que demostrar que su idea goza de suficiente apoyo social como para merecer una satisfacción estatal. No es fácil probarlo, pero tampoco imposible. Una manera sería tratar de que los partidos definidamente independentistas obtuvieran una cantidad de votos en elecciones autonómicas equivalente a la mitad más uno del censo. De esa manera sí que se podría argumentar un indicio de injusticia, y el separatismo tendría autoridad moral para reclamarle al Estado que mueva ficha (aunque aun así el Estado también tendría motivos sólidos para ignorar la reclamación, pero ese es tema de una futura entrada).

Por otro lado, hay una abismal falta de lógica en el planteamiento del separatismo. La convocatoria de un referéndum es una aspiración independentista. El Estado se opone, porque opina que el separatismo es una minoría social. La respuesta secesionista ("votemos y salimos de dudas") es irracional. Pretenden que el Estado demuestre que el independentismo es minoría otorgándole lo que le tendría que conceder si fuera mayoría. Y es al revés: el Estado puede darse el lujo de denegar la petición de un referéndum precisamente porque el independentismo no tiene respaldo social suficiente para forzar nada.

CONCLUSIÓN

La idea de que "alguna respuesta hay que darles" a los muchos, pero no probadamente mayoritarios, catalanes que quieren la independencia es esencialmente falaz. Como demostró el Bréxit, un referéndum es una peligrosísima e irreversible ruleta rusa, que jamás debería concederse simplemente por las dudas de que se esté siendo injusto con alguien. Si la magnitud de los agravios hacia Cataluña y los catalanes es tan monstruosa como se la está pintando, ello debería traducirse en apoyos contundentes e inequívocos a los partidos separatistas; unos apoyos que, por el momento, están lejos de materializarse. Justamente por eso es que el separatismo lo cifra todo a un referéndum: porque saben que en una combinación feliz (para ellos) de accidentes (recesión al momento de la convocatoria; declaraciones incendiarias sobre Cataluña de algún miembro de Vox; penalti mal pitado al Barça en la fecha anterior...) está la única posibilidad de obtener puntualmente en una jornada electoral un "voto cabreo" que tergiversara los verdaderos (esto es, insuficientes) apoyos que la idea de la secesión tiene en el día a día de la sociedad catalana.