jueves, 29 de marzo de 2018

Prohibido ingresar con perros o hablando castellano

Una anécdota personal. Hace algunos años, cuando ya el Procés estaba firmemente establecido pero todavía no se había alcanzado el nivel de locura actual, coincidí con tres separatistas en un viaje a un país latinoamericano por motivos profesionales. Entre reuniones y reuniones, acudíamos al ámbito natural de las almas latinas: los bares. Pero hablábamos de temas culturales, no de política.

Un día entramos en una fonda cuyas paredes estaban abiertas al público para que se expresara libremente dejando allí mensajes. Los encargados mismos del establecimiento proveían los rotuladores. Los dos caballeros de la comitiva teníamos ínfulas poéticas, y las dos damas nos animaron a que plasmáramos algún texto de nuestra cosecha en aquellos inspiradores muros.

El caballero independentista no pudo con el llamado de la tierra, y escribió:

Caldrà, només, que volguem [sic]. Gosarem?
(Hará falta, solamente, que queramos. ¿Nos atreveremos?)

Y lo acompañó con el dibujito de una estelada. Los hechos han demostrado que sí que se atrevieron, pero que no bastaba con eso; pero esa es otra historia.

Yo, por mi parte, decidí cantarles a cosas menos elegíacas y más intimistas:


Cuando terminé mi labor, me di vuelta y comprobé que mis compañeros me miraban anonadados, lo cual me llamó la atención, dado que mi coplita no alcanzaba ninguna cota lírica remarcable. Finalmente, una de las damas abrió la boca, dirigiéndose a los otros dos:

—Buenu, és clar... Al cap i a la fi el castellà és la seva llengua materna.

Entonces, sólo entonces, me di cuenta del motivo de su estupefacción: yo había escrito en castellano, no en catalán como era mi patriótico deber. Pero como me tenían mucho cariño, se esforzaban por encontrar una explicación para el desatino, consistente en este caso en que yo ya venía lingüísticamente baldado de nacimiento.

Pasan algunos años y me encuentro el nombre de esa dama firmando uno de los múltiples manifiestos por los presos políticos que inundan cotidianamente mi casilla de correo electrónico. Curioso, la googleo para ver qué fue de su vida, y encuentro que ha publicado un artículo en el Diari de Tarragona. En el cual artículo arremete contra Inés Arrimadas en los siguientes términos (el resaltado es mío):

El titular últim d’Inés Arrimadas ha estat que menjant musclos a Bèlgica Puigdemont no respecta el Parlament i denigra la seva imatge. I aquesta és la gota que fa vessar el vas.
Perquè almenys per a mi, la gran, l’enorme falta de respecte, a banda dels musclos, és cada vegada que C’s parla en castellà al Parlament, on tots els partits, inclòs el PP, ho havien fet sempre en català.

Los miramientos que tuvo conmigo se ve que no los tiene con la diputada de Cs. Pese a que su lengua materna es el castellano, es una falta de respeto, y enorme, que lo use en el Parlament de Catalunya.

Y el mal ejemplo cunde. Veamos si no lo que se denuncia en Twitter, cuando Quico Sallés señala a una diputada socialista también por expresarse en español:


Nunca se habían atrevido a hablar castellano. Antes de que llegara Ciudadanos, los charnegos sabían mantenerse en su lugar, pero ahora los humos se les subieron a la cabeza. ¿Qué es lo próximo? ¿Que las empleadas domésticas exijan cotizar?

Cómo se echan de menos los tiempos en que la criminalización social del castellano no encontraba ninguna resistencia, y se podía escenificar la realidad paralela de una sociedad monolingüe catalana en el Parlament, administrando los escarmientos correspondientes cuando hacía falta (clic en la imagen para verla más nítida):




Es cierto que últimamente han comenzado a hacer un esfuerzo por disimular, y de tanto en tanto hacen protestas de respeto al castellano y se montan esperpentos como Súmate. Pero no engañan a nadie; a la primera de cambio la pulsión hispanofóbica los puede y muestran la hilacha revanchista contra el idioma español.

Si ni ahora, que tienen que portarse bien, pueden contenerse, no es difícil imaginar lo que ocurriría en una Cataluña independiente. A los castellanoparlantes se nos permitiría usar nuestro "lenguaje" en el ámbito privado, preferentemente en la intimidad (hasta es posible que se elaborara una ley permitiéndonoslo), pero se suprimiría cualquier vestigio de él en la esfera pública. Si hoy no lo prohíben no es por respeto a las minorías (mayoritarias, en este caso), sino sencillamente porque no pueden. Si fuera por ellos, el castellano estaría tan vetado en el Parlament como el ingreso con animales domésticos, armas o sustancias tóxicas.

Lo único que protege —y precariamente— los derechos de los hispanohablantes en Cataluña es la pertenencia a España. En momentos en que el separatismo habla de ensanchar la base social, sería bueno que se plantearan qué oferta creíble pueden hacer a los que, sin perjuicio de expresarnos correctamente en catalán, amamos nuestra lengua materna castellana; porque lo que han hecho y dicho hasta ahora, y siguen haciendo y diciendo, nos aleja cada día un poco más.

martes, 20 de marzo de 2018

Las ventajas de la victoria

Puigdemont está en Suiza haciendo un poco de internacionalización de conflicto. Coincidentemente con su visita, una televisión suiza emitió un "documental" bajo el título "Cataluña: España al borde de un ataque de nervios", que también se proyectó en la conferencia a la que asistió el Extremadamente Honorable. Un amigo separatista --especie que, me enorgullezco de decirlo, no está extinguida, aunque sí amenazada (por ellos mismos)-- me lo recomendó y allí fui:


No soy del todo impermeable al tópico de que los productos suizos destacan por su calidad. Sus chocolates me encantan. También tengo dos barritas de oro 24k muy monas de ese origen, una que me regaló mi difunto padre y otra que me la gané con el sudor de mi frente (aunque juro que no poseo ninguna cuenta en bancos helvéticos). Por algún motivo intuí que el "documental" no iba a alcanzar las mismas cotas de excelencia que los ítems mencionados.

Mi escepticismo resultó justificado. En buena medida el vídeo tiene ese regusto de publirreportaje de tantos y tantos trabajos de periodistas indolentes que quizá no simpatizan a priori con el separatismo catalán, pero que tampoco rebuscan mucho para oír todas las campanas, sino que se contentan con lo primero que encuentran. Y lo primero que encuentran es una horda de separatistas que les presentan productos muy fáciles de insertar, de los cuales los poco pertinaces periodistas suizos se sirvieron a discreción.

La estructura parecía calcada de TV3: entrevistados "de ambos campos", pero no en el mismo número ni de la misma naturaleza. Los separatistas eran más y decían cosas más incendiarias. Los constitucionalistas eran menos, menos variados y más moderados en sus opiniones. A la única política constitucionalista en activo entrevistada (Andrea Levy) los periodistas le repreguntan ("¿Valió la pena?", le inquieren, con relación a la represión brutal del 1-O), y además presentan aparte a un periodista que la refuta. Cuando entrevistan a Puigdemont no le preguntan si su malhadado experimento valió la pena.

Para cada tipo de constitucionalista había una contraparte separatista, pero no ocurría lo mismo a la inversa. Por ejemplo, entrevistan a Elpidio Silva, un exjuez que se ha posicionado firmemente en favor del separatismo, quien carga contra la corrupción del PP sin mencionar en absoluto la de CiU. El documental sí alude --en otro trecho-- a esta última, pero atribuyéndola a un derrame de la española: después de tantos años de corrupción en Madrid, finalmente también aparece en Barcelona. Ninguna mención de Banca Catalana, el caso Palau, el 3% ni ningún otro exponente de la corrupción indígena que ya desde los años 80 azotó a Cataluña. Por otro lado, tampoco se consulta a ningún juez constitucionalista que equilibre la sesgada visión de Silva.

Entre los periodistas entrevistados se cuentan algunos firmemente favorables al independentismo y otros neutrales, pero no entrevistan a ningún periodista decididamente constitucionalista. Así, le toman declaración a John Carlin, quien relata que fue echado de El País por un artículo --dice-- que publicó en The Times. Afirma que el nacionalismo español exige adhesión incondicional, y que un "moderado" como él no tiene cabida (Carlin es de aquellos cuya "moderación" consiste en decir "pero yo, personalmente, votaría en contra de la independencia", para a continuación repetir al pie de la letra los mantras separatistas, al más puro estilo Albano Dante-Fachín). Leyendo el artículo del Times, yo también lo hubiera echado, pero no por moderado sino por pésimo periodismo. En esa pieza de opinión hay de todo, desde la atribución unidireccional de culpas ("la arrogancia de Madrid explica este caos") hasta las adjetivaciones recargadas y manipuladoras ("El peligroso enfrentamiento actual entre los fanáticos españoles y los románticos catalanes nunca habría ocurrido si..."); tampoco se priva, por supuesto, de la cursi analogía de la mujer sometida ("lo que tenemos ahora es el absurdo cruel del gobierno de Madrid actuando hacia los catalanes como un marido que odia a su esposa y la maltrata, negándose a contemplar como ella le abandona, gritando “¡Ella es mía!”"). Para equilibrarlo, la TV suiza podría haber entrevistado a Gregorio Morán, protagonista de un caso exactamente simétrico cuando La Vanguardia lo echó por un artículo particularmente severo contra el nacionalismo, con la diferencia de que además lo censuró, dado que no le publicó el artículo. Aparentemente, los documentalistas helvéticos jamás se enteraron de la existencia de don Gregorio.

Otra periodista consultada es, valga la redundancia apelativa, Concita de Gregorio, la reportera italiana afincada en Barcelona que viajaba en el coche de Puigdemont cuando se cambió de vehículo bajo un puente astutamente burlando al Estado español el 1-O. Esta comunicadora proporciona tópicos, tópicos y más tópicos, lo cual viene de perillas a ese tipo de periodismo de investigación que busca atribuir los comportamientos individuales de una persona a características universales del colectivo al que pertenece. (Probablemente sea también un tópico calificar de "anglosajón" a ese periodismo, pero lo cierto es que este recurso sobreabunda en los medios de lengua inglesa.) Por ejemplo, cuando afirma que "en España para halagar a un catalán le dicen 'no pareces catalán'". Quien, como yo, ha recibido infinidad de veces el "halago" de "¿i com és que parles tan bé el català?" al revelar que era latinoamericano (como si ese origen redujera en una persona la capacidad de aprender idiomas) sabe que esas anécdotas no pueden elevarse a categoría, pero a de Gregorio (y a sus entrevistadores) es demasiado pedirles ese tipo de reflexiones, que además serían poco convenientes para el tono sensiblero perseguido.

Con todos estos elementos parecería que el documental tendría que terminar proyectando una imagen desastrosa para España y esplendorosa para el independentismo. Y sin embargo, en el balance final resulta bastante equilibrado. ¿Por qué?

La respuesta tiene que ver fundamentalmente con la victoria de la legalidad y el fracaso de las fuerzas golpistas. Los realizadores suizos, con todas sus deficiencias en cuanto a cómo se investiga un tema, sí tuvieron algo en claro: no se puede dejar al espectador con disonancias cognitivas. En este caso, la pregunta que quedaría flotando después de escuchar los testimonios pro-proceso es: si estos tienen la razón en todo, ¿cómo es que sufrieron una derrota tan ignominiosa? A la gente no le gusta que los malos ganen y los buenos pierdan, y si así ocurre alguna explicación hay que darles.

Sabedores de esta necesidad, los documentalistas buscaron análisis externos. Y aquí es donde la verdad se empieza a imponer. Los procesistas tienen bastante control sobre lo que pueda ocurrir en Cataluña, donde tienen copados los espacios sociales. Pero en el exterior, pese a los denodados esfuerzos internacionalizadores de la anterior gestión, su influencia es limitada, y tienen que confiar más que nada en los prejuicios que puedan tener los analistas. El problema es que estos prejuicios van en rápida disminución en la medida en que el tema catalán interesa y la gente se pone a estudiarlo de verdad.

Así, el documental recaba la opinión del periodista Jean Quatremer, y este describe a Rajoy y Puigdemont como "dos intelectos limitados", una combinación siempre peligrosa. También la del historiador Paul Preston, quien dice sin ambages que Artur Mas buscó un chivo expiatorio ante la impopularidad de sus recortes, y el órdago al Estado fue resultado de ese intento de desvío de culpas. Por otra parte consultan al eurodiputado Jean Arthuis, el cual describe cómo la huida de empresas le explotó en la cara a Puigdemont y califica como increíble que no lo haya previsto. Solitario entre estos opinadores extranjeros, el eurodiputado Mark Demesmaeker deplora la denegación por parte de España del derecho de autodeterminación a Cataluña, aunque su condición de nacionalista flamenco disminuye un poco la credibilidad de su valoración. Pero el mazazo definitivo a la imagen del independentismo catalán lo asesta otro eurodiputado, el mítico Daniel Cohn-Bendit. Este protagonista del mayo francés redondea la idea de que los movimientos separatistas que en Europa son, ya se trate de los de Flandes, Cataluña, Lombardía o el Véneto, no son sino el reflejo de sociedades opulentas que quieren compartir un poco menos su riqueza. Ante esta respuesta que satisface el criterio de la navaja de Ockham (explicación sencilla, lógica y de claridad meridiana de un fenómeno, cuando las demás son más complicadas o requieren amplias peticiones de principio), todo el edificio retórico amorosamente construido en el documental por Maite Aymerich, alcaldesa indepe de Sant Vicenç dels Horts, Gabriel Rufián, diputado separatista a las Cortes, o Carles Porta, biógrafo de Carles Puigdemont, se derrumba. No sólo por su endeblez argumental (las apelaciones sentimentales siempre pierden frente a los datos duros) sino por su calidad de parte interesada, que sólo aparece como verdaderamente evidente cuando se los confronta con gente que no tiene nada que ganar (ni perder) en el conflicto.

No es cierto que la historia la escriban siempre los vencedores. En este caso la estaba escribiendo un modesto equipo documental de la televisión de un pequeño país centroeuropeo. Pero sí es cierto que la verdad, cuando triunfa, obliga a recapacitar a aquellos escribidores de la historia que, en un escenario incierto o indefinido, muy probablemente se hubieran dejado enmarañar en las redes de la mentira.

lunes, 5 de marzo de 2018

Lo que dicen ahora vs. lo que decían entonces

A los triunfadores en cualquier contienda política, ideológica o aun militar se les recomienda una práctica muy saludable de cara a la convivencia: la generosidad en la victoria. El separatismo catalán le ha dado la vuelta a este principio, y en un ejemplo más de su continuo hacer de necesidad virtud está ejerciendo la generosidad en la derrota. Ahora, con su movimiento totalmente desarbolado, y no precisamente por la aplicación del artículo 155 sino más bien por las divisiones internas y las poco juiciosas decisiones tomadas, algunos líderes independentistas comienzan a manifestar una voluntad conciliadora que de ninguna manera exhibieron cuando, con ese autoengaño propio de quien comienza yendo de farol y termina creyéndose su propio órdago, sentían que la victoria estaba al alcance de la mano. Lo cual, lógicamente, está desencantando un poco a sus irreductibles seguidores, a quienes no les gusta esta nueva melodía que está tañendo el flautista de Hamelín.

En el día de hoy, las bases independentistas están poniendo a parir a Joan Tardà, el jefe de los diputados de ERC en el Congreso, por un artículo que publica en El Periódico bajo el título "Ni astucias ni huida hacia delante; ahora toca ser más". El artículo recuerda, cómo no, que España está haciendo todo mal, a diferencia de la actitud adoptada por otros países civilizados:

Por un lado, el modelo de Canadá en el que su gobierno llevó a cabo unos profundos cambios y transformaciones (hay que recordar que incluso hicieron del francés lengua oficial en todo el estado) para que una parte de los quebequois independentistas se sintieran cómodos en Canadá. Lo hicieron sin pactar con Quebec.

Quiero creer que por ignorancia, y no maliciosamente, Tardà tergiversa completamente la realidad histórica. Canadá oficializó el francés en 1969, mucho antes de los referéndums separatistas de 1980 y 1995. No fue, por ende, una transformación para dejar contentos a los quebequeses. Si alguna conclusión se puede sacar de ello es que el independentismo catalán no cejaría en su empeño aunque el catalán se hiciera oficial en toda España.

El otro ejemplo que brinda Tardà es el Reino Unido: la "fórmula pactada entre David Cameron y Alex Salmond para la celebración del referéndum sobre la independencia de Escocia". Ninguna referencia a cómo la afición de Cameron a jugar a la ruleta rusa de los referéndums terminó en el Brexit con la consecuente pérdida de la Agencia Europea del Medicamento (y lo que vendrá, que es imprevisible y por lo tanto temible).

Hasta ahí, victimismo y falsa analogía separatistas de manual. Pero más adelante Tardà hace, con la boca tan pequeña como puede, un reconocimiento de debilidad, al tiempo que abre su mano a otras fuerzas progresistas que se rehúsan a romper Cataluña:

No obstante, el independentismo solo tendrá éxito si entiende que debe acumular fuerzas ( "no somos bastantes" hemos repetido muchas veces). Para ampliar la mayoría social dos ideas son imprescindibles, sin las cuales nada tiene sentido: que Catalunya es y debe ser un solo pueblo en un marco de libertades, de progreso económico y de justicia social (este es el consenso social que se formó en la lucha antifranquista de la Assemblea de Catalunya y que el movimiento por la República debe atraer) y que necesitamos conocer el mejor camino para llegar a la cima y con quién hay que transitar por él. En este sentido, el republicanismo debe converger con las fuerzas políticas que también defienden el referéndum vinculante, lideradas por Xavier Domènech, y debe abrir vías de diálogo franco (el municipalismo puede ser un buen laboratorio) con el socialismo catalán del PSC de un Miquel Iceta que debe decidir si se planta o abona la involución de los derechos y libertades.

El desasosiego de sus fieles proviene de que haya osado sugerir contaminar la purísima composición química del independentismo con acercamientos heréticos a comunes y socialistas. Pero en el proceso, Tardà admite que el número de separatistas no alcanza para lograr sus objetivos. Es loable que lo reconozca, y hasta es posible que sea cierto que lo repitió muchas veces.

Pero no es lo que decía cuando sentían que podían ganarle el pulso al Estado. En octubre de 2016, en una entrevista con la revista Jot Down, esto declaraba el republicano:

Todo se basa en el mandato democrático. Si hay una mayoría, casi una mayoría o una incipiente mayoría de catalanes que consideramos que si nos gobernamos a nosotros mismos tendremos capacidad para construir mejor una sociedad distinta, no hace falta ninguna otra explicación. Después dependerá de las hegemonías, pero después.

Esto no suena como "no somos bastantes". Suena más bien como "puesto que tenemos mayoría parlamentaria, lo vamos a hacer sin rendirle cuentas a nadie". Esto se confirma en otro trecho de la entrevista:

—Pero ahora sí se tendrán que convocar unas elecciones y todos los catalanes tendrán que saber que son unas elecciones que están convocadas para que el Parlamento debata y apruebe una constitución. Quiere decir que los catalanes no independentistas tienen que tener el derecho a ganar y a decir si ganan: «Señores, como somos mayoría, este parlamento no hará la constitución.»
—¿Mayoría de escaños o de votos?
—De escaños.
—¿Como la del 27-S?
—Claro, porque aprobar la constitución de la república lo tienen que hacer los parlamentarios, es decir, los escaños.

Con todo el cinismo de que es capaz (y eso en el ámbito separatista es mucho), el Tardà de 2016 concedía a los no independentistas el derecho de evitar una constitución para una república catalana independiente solamente en el caso de que pudieran ganar en escaños, lo cual sabía muy bien que es imposible debido a la sobrerrepresentación legislativa que tienen las zonas carlistas de Cataluña donde el separatismo arrasa. En aquel momento, cuando se sentían poderosos e imparables, no tenían ningún remordimiento por no ser suficientes. Se aferraban al argumento legalista de los escaños. "La ley es la ley", parecían decir quienes, por otro lado, en otros debates sostenían que por encima de la ley está la democracia.

En otro pasaje de su artículo de El Periódico, Tardà propone:

Será necesario también que en el independentismo haya menos tripas y más cerebro.

Pero en la entrevista de 2016 preconizaba actitudes 100% viscerales:

—¿Ves una huelga de hambre de los diputados de ERC? 
—Perfectamente. De hecho, ¿qué harán cuando imputen al president Puigdemont? 
—Has dicho que es probable que pase tres meses en la Modelo. 
—Sí. Ya sabremos encontrar las maneras ingeniosas de hacerlo. 
—¿De pedirle al president que pase una temporada en la cárcel? 
—No, que si treinta mil personas se tienen que estirar cada domingo en la autopista se estirarán. 
—¿Crees que treinta mil catalanes harán esto? 
—Desde la liberación de París, ¿me sabrías decir alguna movilización parecida a las que hemos protagonizado? 
—Pero es una vez al año. 
—¿Me sabrías decir algún lugar de Europa o del mundo donde una vez al año hagan esto, aparte de aquellos que dan la vuelta a la piedra de La Meca?

Tenderse el fin de semana en la autopista no parece un procedimiento muy cerebral. Más bien de descerebrados. La súbita conversión a la cordura de Tardà se debe a varios factores, pero esencialmente a que llegó el 27 de octubre, el Parlament dijo algo de independencia y no hubo hordas de catalanes sedientos de libertad que tomaran el aeropuerto de El Prat. Por no haber, tampoco ha habido diputados de ERC en huelga de hambre, siendo que a los dos legisladores más prominentes de esa fuerza les vendría muy bien para su también prominente silueta. Es fácil jugar a la épica desde la redacción de un diario, pero para la épica de verdad se necesita desesperación (desesperación de verdad, no la impostada en Twitter), un activo en falta en la aburguesada Cataluña separatista.

Así es Joan Tardà, ese señor probablemente afable en su trato personal, pero que como político es falso y oportunista, no duda en proponer chantajes (como el de obstruir las vías de comunicación) y ahora tiende un puente hacia otras fuerzas porque no le queda otra, y no porque alguna vez lo haya animado un espíritu de concordia y consenso entre todos los catalanes. Es de esperar que ni CeC ni el PSC accedan a su interesada propuesta; sencillamente es inútil cualquier intento de negociación con estos epítomes de la deshonestidad. Más vale aplicar con ellos aquella otra máxima militar, la que se reserva para quienes jamás estarán interesados en conceder nada: al enemigo ni agua.